La lectura en la época de Internet
Los móviles, las tablets, los ordenadores… toda la tecnología que nos rodea está aquí para quedarse y cada vez estará más presente en nuestras vidas. Muchas veces los que nos entregamos en cuerpo y alma a la animación a la lectura, o a la educación en general, de nuestros hijos y alumnos, niños y adolescentes, tenemos la sospecha de que nuestro trabajo sería mucho más fácil si los niños no tuvieran tantos aparatos alrededor, sentimos que la tecnología entorpece la lectura una y otra vez y dificulta la concentración necesaria para profundizar en un aprendizaje.
Por otra parte las administraciones educativas promueven (con mayor o menor éxito dependiendo del dinero invertido) el uso de las TIC en el aula, la plena incorporación de todas las nuevas tecnologías a nuestras muchas veces polvorientas y anticuadas clases. Y está bien que lo hagan, ¿cómo podemos ofrecer una educación de calidad en el siglo XXI dejando fuera del aula todos los avances tecnológicos?
Y aquí nos encontramos los profesores de lengua y los animadores a la lectura con este binomio de dos términos que sentimos opuestos: lectura versus nuevas tecnologías. Aunque alguien me dirá, y yo misma lo he pensado muchas veces: espera, cuando usamos Internet, ¿no estamos también continuamente leyendo, no puede ser ése un tipo de lectura tan válida como la de un libro de más de cien páginas? ¿Por qué empeñarse en que los adolescentes se enfrasquen en un libro si parece que a ellos lo que les gusta es leer en las webs y en las redes sociales, saltando de un vínculo a otro? Parece que ya este tipo de lectura fragmentaria es el más habitual incluso entre los que no somos nativos digitales, y de hecho, ése es el mundo en que ellos van a vivir, no el mundo de libros de papel en el que crecimos nosotros. Por lo tanto, ¿por qué seguir machacándolos con algo que ya se ha quedado obsoleto, es decir, con la lectura paciente y concentrada de un texto largo y profundo? ¿Por qué no ceder y entregarnos al tipo de lectura más fragmentada e hipervinculada que a ellos les gusta a hacer en Internet, que es de hecho el tipo de lectura más frecuente que realizamos también los adultos cada día, incluso adultos de alto nivel educativo y cultural que han leído en su vida libros de papel de sobra?
Algunos elementos del sistema educativo se han lanzado ya sin ningún tipo de miramientos al fomento de esa lectura fragmentada y vinculada de la web. Cuando en junio eché un vistazo a los nuevos libros de texto que han redactado las editoriales para adaptarse a la Lomce, a punto estuvo de entrarme un ataque epiléptico por la profusión de cuadros, cuadritos, flechas, colores, distintas tipografías, dibujos, etc. que exhiben algunos de ellos. El caso de los libros de lengua para los cursos de ESO de la editorial Oxford era especialmente espantoso, lástima que no hiciera ninguna foto para ilustrar lo que vengo a decir.
No sé si es que estoy quedando muy anticuada, pero no entiendo cómo ningún adolescente puede aprender ni absorber ningún tipo de información a partir de semejante caos de página. Entiendo que lo que las editoriales están intentando es hacer más atractivos sus libros a los adolescentes, asemejándolos a páginas web. Hay muchas similitudes entre esa página de Oxford y una web con sus banners, sus vínculos, su profusión de imágenes, colores y movimiento… Pero creo que nuestros adolescentes siguen pareciéndose mucho a nosotros y continúan concentrándose mejor para aprender a través de un texto más clásico como los que suele diseñar la editorial Anaya. En cuanto pueda incluiré en esta entrada fotos de libros de las dos editoriales para ver mejor la comparación.
Entonces, y al igual que hemos visto en los libros de texto, ¿qué modo de proceder sería el más adecuado para los demás agentes del sistema educativo, padres y profesores? ¿Lanzarnos de cabeza a ese futuro que ya es presente o seguir empeñándonos (y oponiéndonos a lo que la sociedad ofrece) en esa lectura concentrada, atenta con la que nosotros disfrutamos?
Para mí los dos tipos de lecturas son bastante diferentes y cada una tiene sus beneficios. Personalmente no me gustaría renunciar a ninguna de los dos y me gustaría que mis hijos supieran practicar las dos de manera inteligente. Para aclarar todos estos temas, tenía muchas ganas de leer este libro de Nicholas Carr, Superficiales, ¿qué está haciendo Internet con nuestras mentes, de editorial Taurus:
Este libro nace de una inquietud personal del autor, la sensación de que su mente ha cambiado y la sospecha de que el uso de Internet tiene bastante que ver con ello:
Durante los últimos años he tenido la incómoda sensación de que alguien, o algo, ha estado trasteando en mi cerebro, rediseñando el circuito neuronal, reprogramando la memoria. Mi mente no se está yendo -al menos, que yo sepa-, pero está cambiando. No pienso de la forma que solía pensar. Lo siento con mayor fuerza cuando leo. Solía ser muy fácil que me sumergiera en un libro o en un artículo largo. Mi mente quedaba atrapada en los recursos de la narrativa o los giros del argumento, y pasaba horas surcando vastas extensiones de prosa. Eso ocurre pocas veces hoy. Ahora mi concentración empieza a disiparse después de una página o dos. Pierdo el sosiego y el hilo, empiezo a pensar qué otra cosa hacer. Me siento como si estuviese siempre arrastrando mi cerebro descentrado de vuelta al texto. La lectura profunda que solía venir naturalmente se ha convertido en un esfuerzo. (Cita de la página 17)
Por ello comienza una revisión de las últimas evidencias de la neurociencia sobre el funcionamiento del cerebro y la construcción de nuestros circuitos neuronales. He aquí algunas de las citas más significativas al respecto:
Porque ahora sabemos que nuestras formas de pensar, percibir y actuar no están del todo determinadas por nuestros genes. Tampoco vienen totalmente determinadas por las experiencias de nuestra niñez. Las vamos variando en función del modo en que vivimos y, tal como percibió Nietzsche, a través de las herramientas que utilizamos. (Cita de la página 41)
Algunos datos son realmente sorprendentes y dan mucho qué pensar:
Pascual-Leone reclutó a voluntarios que no tenían experiencia en tocar el piano y les enseñó una melodía simple que constaba de una serie de notas. A continuación los participantes se dividieron en dos grupos. Pidió a los miembros de uno de los grupos que practicaran la melodía en un piano dos horas al día durante los próximos cinco. Luego pidió a los miembros del otro grupo que se sentaran delante del piano durante la misma cantidad de tiempo, pero que se limitaran a imaginar que tocaban la melodía, sin llegar siquiera a tocar las teclas. Mediante una técnica llamada estimulación magnética transcraneal, o TMS, Pascual-Leone registró la actividad cerebral de todos los participantes antes, durante y después de la prueba. Encontró que la gente que sólo había imaginado tocar las notas presentaba exactamente los mismos cambios en su cerebro que los que de hecho las habían tocado al piano. Su cerebro había cambiado en respuesta a acciones que sólo se habían producido en su imaginación; es decir: como respuesta a sus pensamientos. Puede que Descartes se equivocara con su dualismo, pero parece haber acertado al creer que nuestros pensamientos pueden ejercer una influencia física sobre nosotros, o al menos provocar una reacción física en ellos. Neurológicamente, acabamos siendo lo que pensamos. (Cita de la página 49)
El cerebro humano es extraordinariamente plástico, pero no elástico: este hecho en principio tan esperanzador porque implica que el aprendizaje y el cambio son posibles a lo largo de toda la vida, se puede volver en contra de nosotros si nos quedamos encallados en circuitos neuronales que no nos convienen:
Pero no todo son buenas noticias. Aunque la neuroplasticidad proporcione una escapatoria al determinismo genético, un resquicio para el pensamiento independiente y el libre albedrío, también impone su propia forma de determinismo a nuestro comportamiento. En particular, los circuitos del cerebro se fortalecen mediante la repetición de una actividad física o mental, que comienza a transformar dicha actividad en un hábito. La paradoja de la neuroplasticidad, observa Doidge, es que, con toda la flexibilidad mental que nos otorga, puede llegar a encerrarnos en comportamientos rígidos. Las sinapsis químicamente provocadas que enlazan nuestras neuronas nos programan, en efecto, para querer mantener en ejercicio los circuitos que han formado. Una vez que hemos cableado un nuevo circuito en nuestro cerebro, escribe Doidge, anhelamos mantenerlo activo. Ésta es la forma en que el cerebro afina sus operaciones. Las actividades rutinarias se llevan a cabo de manera cada vez más rápida y eficiente, mientras que los circuitos que no utilizamos se van agostando. (Cita de la página 50)
Las trayectorias vitales de nuestro cerebro serán, como entendía Monsieur Dumont, los caminos de menor resistencia. Serán los caminos que la mayoría de nosotros tome la mayoría de las veces; y cuanto más avancemos por ellos, más difícil nos será dar marcha atrás. (Cita de la página 52)
A continuación el autor se centra en el análisis y contraposición de los circuitos neuronales y procesos mentales que tradicionalmente hemos reforzado con la lectura profunda de la página de un libro, frente a aquellos que construimos y consolidamos con la navegación por Internet. Las conclusiones a las que llega no son precisamente optimistas:
Jordan Grafman, jefe de la unidad de neurociencia cognitiva en el Instituto Nacional de Trastornos Neurológicos y Accidentes Cerebrovasculares estadounidense, explica que el constante desplazamiento de nuestra atención cuando estamos online hará que nuestro cerebro sea más ágil a la hora de realizar múltiples tareas, pero mejorar nuestra capacidad multitarea, de hecho, perjudica nuestra capacidad para pensar profunda y creativamente. “Optimizarse para la multitarea, ¿produce un mejor funcionamiento, es decir, creatividad, inventiva, productividad? La respuesta es, en la mayoría de los casos, negativa -asegura Grafman-. A más multitareas, menos deliberación, menor capacidad de pensar y razonar un problema”. Sigue explicando Grafman cómo uno se vuelve más proclive a aceptar las ideas y soluciones más convencionales en lugar de cuestionarlas recurriendo a líneas de pensamiento originales. (Cita de la página 172)
En un artículo publicado en Science a principios de 2009, Patricia Greenfield […] llegó a la conclusión de que “todo medio desarrolla ciertas habilidades cognitivas en detrimento de otras”. Nuestro creciente uso de la Red y otras tecnologías basadas en pantallas nos ha llevado a un “desarrollo sofisticado y generalizado de habilidades visuales-espaciales”. Podemos, por ejemplo, rotar objetos mentalmente mejor que antes. Pero nuestra “nueva riqueza en inteligencia visual-espacial” va de la mano con un debilitamiento de nuestras capacidades para el tipo de “procesamiento profundo” en el que se basa “la adquisición constante de conocimiento, el análisis inductivo, el pensamiento crítico, la imaginación y la reflexión”. (Cita de la página 173)
Michael Merzenich ofrece una evaluación aún más sombría. Al realizar simultáneamente varias tareas online, dice, “entrenamos nuestros cerebros para que presten atención a tonterías”. Las consecuencias para nuestra vida intelectual pueden demostrarse “funestas”.
Las funciones mentales que están perdiendo la “batalla neuronal por la supervivencia de las más ocupadas” son aquellas que fomentan el pensamiento tranquilo, lineal, las que utilizamos al atravesar la narración extensa o un argumento elaborado, aquellas a las que recurrimos cuando reflexionamos sobre nuestras experiencias o contemplamos un fenómeno externo o interno. Las ganadoras son aquellas funciones que nos ayudan a localizar, clasificar y evaluar rápidamente fragmentos de información dispares en forma y contenido, las que nos permiten mantener nuestra orientación mental mientras nos bombardean los estímulos. Estas funciones son, no por casualidad, muy similares a las realizadas por los ordenadores, que están programados para la transferencia a alta velocidad de datos dentro y fuera de la memoria. Una vez más, parece que estamos adoptando en nosotros mismos las características de una tecnología intelectual novedosa y popular. (Cita de la página 174)
Tras el análisis detallado del nacimiento y crecimiento de una empresa como Google, el autor concluye que el hecho de que la red provoque ese modo de proceder en nuestro cerebro no es precisamente casual, sino que está en la misma base de Internet y su modelo de negocio:
Los beneficios de Google están ligados directamente a la velocidad con que las personas consumen información. Cuanto más rápido naveguemos por la superficie de la Web -cuantos más enlaces pulsemos y más páginas veamos- más oportunidades tendrá Google de recopilar información sobre nosotros y de insertar anuncios. Su sistema de publicidad, por lo demás, está explícitamente diseñado para determinar qué mensajes tienen más probabilidades de captar nuestra atención antes de poner esos mensajes en nuestro campo visual. Cada clic que hacemos en la Web marca un descanso en nuestra concentración, una interrupción de abajo hacia arriba de nuestra atención; y redunda en el interés económico de Google el asegurarse de que hagamos clic, cuantas más veces, mejor. Lo último que la empresa quiere es fomentar la lectura pausada o lenta, el pensamiento concentrado. Google se dedica, literalmente, a convertir nuestra distracción en dinero. (Cita de la página 192)
Finalmente el autor se detiene en el funcionamiento de la memoria, que en contra de lo que a veces se ha dicho o creído, tiene una importacia fundamental en el desarrollo de nuestra inteligencia:
Estudios posteriores confirmaron la existencia de memoria a corto plazo y a largo, que proporcionan una prueba más de la importancia de la fase de consolidación durante la cual las primeras se convertían en recuerdos del segundo tipo. En la década de 1960, el neurólogo de la Universidad de Pensilvania Louis Flexner hizo un descubrimiento particularmente interesante: después de inyectar en ratones un antibiótico que impide que sus células produzcan proteínas, se encontró con que los animales no fueron capaces de formar recuerdos a largo plazo (sobre cómo evitar una descarga eléctrica en el interior de un laberinto), pero podían continuar almacenando recuerdos a corto. La implicación estaba clara: los recuerdos a largo plazo son algo más que formas fuertes de recuerdos a corto. Ambos tipos de memoria implican procesos biológicos diferentes. El almacenamiento de memoria a largo plazo exige la síntesis de nuevas proteínas; almacenar recuerdos a corto plazo, no. (Cita de la página 223)
Tanto la memoria a corto plazo como la memoria a largo plazo se ven afectadas o transformadas en su funcionamiento por el uso de Internet:
¿Qué determina lo que recordamos y lo que olvidamos? La clave de la consolidación de la memoria es la atención. Almacenar recuerdos explícitos y, lo que no es menos importante, establecer conexiones entre ellos, requiere gran concentración mental, amplificada por la repetición o por un intenso compromiso intelectual o emocional. A mayor agudeza de la atención, más nítida será la memoria. […] Si nuestra memoria de trabajo no da abasto para toda la información, ésta sólo perdurará mientras las neuronas que la retienen conserven su carga eléctrica, unos pocos segundos, en el mejor de los casos. Después se habrá evaporado, dejando escaso o nulo rastro en la mente.
[…] La afluencia de mensajes en mutua competencia que recibimos cuando entramos en Internet no sólo sobrecarga nuestra memoria de trabajo, sino que hace mucho más difícil que nuestros lóbulos frontales concentren nuestra atención en una sola cosa. El proceso de consolidación de la memoria no puede ni siquiera empezar. Y gracias una vez más a la plasticidad de nuestras vías neuronales, cuanto más usemos la Web, más entrenamos nuestro cerebro para distraerse, para procesar la información muy rápidamente y de manera muy eficiente, pero sin atención sostenida. Esto ayuda a explicar por qué a muchos de nosotros nos resulta difícil concentrarnos incluso cuando estamos lejos de nuestros ordenadores. Nuestro cerebro se ha convertido en un experto en olvido, un inepto para el recuerdo. De hecho, nuestra creciente dependencia de los almacenes de información de la Web puede ser producto de un bucle que se perpetúa a sí mismo, autoamplificándose. A medida que el uso de la Web dificulta el almacenamiento de información en nuestra memoria biológica, nos vemos obligados a depender cada vez más de la memoria artificial de la Red, con gran capacidad y fácil de buscar, pero que nos vuelve más superficiales como pensadores. (Cita de la página 234)
Y lo que está claro es que somos memoria. De ningún modo la memoria es un apartado residual en el cerebro, sino que está en la base misma de nuestra personalidad e inteligencia y nunca será sustituible por las bases de datos de todos los ordenadores del mundo:
Aún nos queda mucho que aprender sobre el funcionamiento de las memorias explícita e implícita, y gran parte de lo que hoy conocemos lo corregirán y aumentarán futuras investigaciones. Pero el creciente cuerpo de evidencias deja bien claro que la memoria dentro de nuestra cabeza es producto de un proceso natural extraordinariamente complejo, exquisitamente sintonizado a cada instante con el entorno único en el que cada uno de nosotros vive y el patrón único de las experiencias por las que cada uno de nosotros pasa. Las viejas metáforas botánicas aplicadas a la memoria, con su insistencia en un crecimiento continuo, orgánico, indeterminado, han resultado ser más que acertadas. De hecho, parecen más apropiadas que nuestras nuevas metáforas de alta tecnología hoy en boga, que equiparan la memoria biológica con los bits precisamente definidos de los datos digitales almacenados en discos de silicio y procesados por microprocesadores de ordenador Gobernados por señales biológicas muy variables, químicas, eléctricas y genéticas, todos los aspectos de la memoria humana -cómo se formó, cómo se mantiene conectada y cómo recuerda- presentan gradaciones casi infinitas. La memoria de un ordenador existe como simple sucesión de bits binarios -unos y ceros- que se procesan a través de circuitos fijos, que sólo pueden estar abiertos o bien cerrados, sin más opción intermedia. (Cita de la página 231)
Las conexiones de la Red no son como nuestras conexiones. Nunca lo serán, por muchas horas que dediquemos a rebuscar y navegar. Cuando externalizamos nuestra memoria a una máquina, también subcontratamos una parte muy importante de nuestro intelecto e incluso nuestra identidad. (Cita de la página 237)
Considero este libro una lectura obligada para todos los educadores que alguna vez se han planteado temas como la animación a la lectura, el uso de las nuevas tecnologías en el aula, la convivencia entre libros de papel y contenidos digitales, cómo deben ir cambiando los currículos escolares para adaptarse a los nuevos tiempos, etc. Personalmente no creo que sea el típico libro alarmista escrito por una persona retrógrada que se aferra a lo viejo por temor o incapacidad para comprender o utilizar lo nuevo. Aporta datos objetivos y científicos sobre todos los aspectos de los que habla y está muy bien documentado con una bibliografía amplísima. No es un libro para alarmar, sino para reflexionar.
En cualquier caso, tras observar a mis alumnos en el aula, el uso que los adultos damos a las nuevas tecnologías, la actitud y modo de proceder que tengo yo misma ante ellas, llevo bastante tiempo dando vueltas una y otra vez a un mismo pensamiento: el futuro será, ahora más que nunca, del que sepa concentrarse.
El libro de Nicholas Carr se puede adquirir aquí:
Interesantísimo post, tomo nota. ¡Muchas gracias por la recomendación!
¡Me alegro de que te resulte interesante el post! 🙂